Shared by Shani K. Parsons

The first time I saw you, I was a child myself. Suspended in your gaudy glass tumbler, you seemed an alien thing, some never-before-seen food or brew. Your shelfmates provided few clues as to your possible purpose or use; just one perfect shale fossil from coal country where he’d grown up poor, eating lard sandwiches for lunch; and one long-neglected notepad left by his kids, “Mighty Stephanie! Mighty Mark!” scrawled across its curling, yellowed pages.

His was a big house compared to ours — and it was dusty in a most spectacular way. During visits we would wander from room to empty room, poking at incomplete left-behind sets of Lincoln Logs™ and Lego™. The attic brimmed with boring things like curtains and copper pots; alas, no other toys. At least he had a gigantic TV. When we slept over, the next morning would be magical. My mother, unrecognizable in her happiness, would dance around the kitchen in his fluffy white robe. They would laugh. He’d make crepes — exotic food for kids living mainly on watery rice and free school lunches. Those mornings, we couldn’t believe our good fortune.

By the time we moved in, your glass was full with more roots than water, spiraling tightly around, seeking a way out. I was older now, but still didn’t know your name. He’d make lasagna, Easter pies, oranges with anchovies—but not once did I ever see another avocado in his kitchen. You were a relic, a leftover from his former life, like that quietly epic fossil, those decrepit Lincoln Logs™.

Once they married, the mornings stopped being magical pretty quickly. Both started businesses that ultimately consumed them; his in adhesives, hers in convenience. The homemade quiches and crepes evaporated; more often than not, we ate microwaved hot dogs and Poquito Burritos™ from my mother’s mini market. We didn’t mind, in fact took pride in becoming convenience connoisseurs. But their kitchen was never the same. On one of many bad days, she came home, broke all his dishes. And yet: despite the disappointments, they made it work. Take one part adhesives, add one part convenience, throw in a whole lot of rage, and just enough love. No one’s saying they made it work well, but as I always say, rations in any measure are better than none at all.

At some point you disappeared. I like to think you got to live in his garden for a while after you finally outgrew your glass. More likely my mother threw you out once we moved in; I think it’s safe to say most Asian immigrants of her generation would have had no idea what to do with the likes of you. In fact I only tasted my first avocado at the ripe age of 18, long after I left home, and truth be told, it wasn’t exactly love at first bite. But I’ve since grown to appreciate, even adore you.

It took having kids of my own to attempt growing you again. In fact there are two of you now, one for each son. We watched in wonder as you sprouted roots; marveled at your tender yet vigorous pit-splitting shoots. When the time was right I took special satisfaction in freeing you from your watery wombs. We interred your roots into good soft earth, which you so richly deserve. Our climate is hostile to your species so I don’t know how you’ll fare over time. But for now, you thrive.

He’s been gone 12 years; she lives on, alone. I wouldn’t say he and I were close, but I remember him on such occasions as these: when fossil-hunting with the kids; when the dust gets to be too much; when the garden is in bloom. And now, when writing to you at the invitation of a friend. I see these spontaneous remembrances as opportunities to revisit the past, and the people—and the plants—that dwell there. Revisiting is a way to keep these relations alive, allowing them, and us, to continue to grow, change, and thrive. Even, perhaps, for all time.




In memory of Carl DiFluri Marotta, 1932–2009

La primera vez que te ví, yo misma era una niña. Suspendido en tu vaso cursi, me pareciste una cosa alienígena, como una comida o bebida jamás vista antes. Tus acompañantes en tu repisa me dieron pocas pistas sobre tus posibles usos o propósitos; solamente un fósil perfecto de esquisto de coal country donde él había crecido pobre, comiendo sandwiches de manteca para sus almuerzos; y una descuidada libreta dejada ahí por sus hijos, “¡Fuerte Stephanie! ¡Fuerte Mark!” garabateado sobre sus páginas amarillas y rizadas. 

Su casa era grande en comparación con la nuestra — y estaba empolvada de la forma más espectacular. Durante las visitas nos poníamos a pasear de cuarto a cuarto vacío, manoseando sets abandonados e incompletos de Lincoln Logs™ y Lego™. El ático estaba rebasado por cosas aburridas como cortinas y sartenes de cobre; ni modo, ningún otro juguete. A lo menos tenía una tele gigante. Cuando nos quedábamos a pasar la noche, la próxima mañana sería mágica. Mi madre, irreconocible en su felicidad, bailaba por la cocina en su blanca bata esponjosa. Se reirían. El haría crepas — comida exótica para niños acostumbrados a comer principalmente arroz aguado y almuerzos escolares gratis. Esas mañanas, no podríamos creer en nuestra buena fortuna. 

Cuando ya nos mudamos ahí, tu vaso estaba más lleno de raíces que de agua, en espirales estrechos, buscando una salida. Yo ya era más grande, pero todavía no sabía tu nombre. Él prepararía lasagna, pays de pascua, naranjas con anchoas — pero nunca vi otro aguacate en su cocina. Eras una reliquia, sobrante de su vida previa, como ese épico fósil silencioso, o esos Lincoln Logs™ decrépitos. 

Cuando se casaron, las mañanas pararon de ser mágicas bastante rápido. Ambos empezaron negocios que ultimádamente los consumieron; el suyo en adhesivos, el de ella en una tiendita. Los quichés y crepas caseras se evaporaron; y con más frecuencia que no, comimos hot dogs del microondas y Poquito Burritos™ de la tiendita de mi mama. No nos molestaba, de hecho tomamos orgullo en volvernos connoisseurs de tienditas. Pero su cocina núnca se sintió igual. En uno de varios días malos, ella regresó, y rompió todos sus trastes. Pero aún con todas las decepciones, la hicieron funcionar. Toma una parte de adhesivos, una parte de conveniencia, mete una gran cantidad de coraje, y justo el amor que se necesitaba. Nadie diría que lo hicieron funcionar bien, pero como yo siempre digo, las raciones en cualquier cantidad son mejor que ninguna. 

En algún momento desapareciste. Me gusta pensar que te tocó ir a vivir en su jardín un tiempecito después de que superaste tu vaso. Más probable es que mi madre te tiró cuando nos mudamos; siento que es seguro decir que la mayoría de los inmigrantes Asiáticos de su generación no tendrían ni la menor idea de qué hacer con algo como tú. De hecho yo solamente probé mi primer aguacate a la edad madura de 18, tiempo después de que salí de la casa, y si soy honesta, no fue amor a la primera mordida. Pero desde entonces he crecido a apreciarte, quizás adorarte. 

Tomo que tenga mis propios hijos para intentar sembrarte de nuevo. De hecho hay dos de ustedes ya, uno para cada hijo. Miramos con asombro mientras sacaste raíces; mirando con maravilla a tus tiernos pero vigorosos brotes parte-huesos. Cuando era el tiempo adecuado tomé una satisfacción especial en liberarlos de sus úteros acuáticos. Enterramos tus raíces en tierra suave y buena, que merecen tanto. Nuestro clima es hostil a su especie entonces no sé cómo les iría con el paso del tiempo. Pero por ahorita, prosperan.  

Ya no ha estado por 12 años; ella sigue, a solas. Yo no diría que él y yo éramos cercanos, pero cuando lo recuerdo en ocasiones como éstas; buscando fósiles con los niños; cuando la casa se empolva demasiado; cuando el jardín está en florecimiento. Y ahora, cuando les escribo a la invitación de una amistad cercana. Yo veo estos recuerdos espontáneos como oportunidades para revisar el pasado, y las personas — y las plantas — que aquí residen. Recordando es una forma de mantener estas relaciones vivas, dándoles, a nosotros, un mantenimiento para crecer, cambiar, y florecer. Aún quizás, para siempre. 




En memoria de Carl DiFluri Marotta, 1932–2009.


Written and shared in English by Shani K. Parsons in the winter of 2021,
Translated into Spanish by Oscar Alfonso.

Escrito y compartido en inglés por Shani K. Parsons en el invierno de 2021,
Traducido al español por Oscar Alfonso.

Photograph: Avocado no.1, Shani K. Parsons, 2021.